El cuerpo humano no está diseñado para el frío polar. La mayoría de nosotros vive en climas templados y tropicales donde el termómetro rara vez baja de los 0 grados centígrados.
Pero hay poblaciones que se han adaptado a los extremos polares como los inuits en el Ártico canadiense y tribus como los nenets en el norte de Rusia.
Sin embargo, la gran mayoría de Homo sapiens no estamos acostumbrados a vivir en esas extremas temperaturas heladas.
Y aunque nuestro ingenio y pericia nos han permitido fabricar ropa que soporta todo menos las más violentas de las tormentas árticas, lo cierto es que para sobrevivir en los polos hay que intentar mantenerse lo más alejado posible del frío más fuerte.
Respuesta del organismo
El cuerpo humano tiene varios mecanismos de defensa para intentar aumentar nuestra temperatura cuando hace frío.
Nuestros músculos tiemblan y nuestros dientes castañetean. Los pelos se erizan y la piel se nos pone de gallina, en una especie de eco evolucionario de la época cuando nuestros ancestros estaban cubiertos de vellos.
El hipotálamo, la glándula en el cerebro que actúa como termostato del cuerpo, estimula estas reacciones para mantener los órganos vitales del cuerpo, por lo menos hasta que encontremos algo de calor y un refugio.
La misión del hipotálamo es conservar el calor a toda costa, sacrificando incluso las extremidades si es necesario.
Es por eso que sentimos hormigueo en los dedos de las manos y de los pies cuando hace mucho frío. El cuerpo está manteniendo su sangre caliente cerca del centro, restringiendo el suministro de sangre en las extremidades.
En frío extremo y, especialmente, si la piel está expuesta a los elementos, ese efecto puede generar casos de congelación.
El flujo de sangre se reduce y la falta de sangre caliente puede hacer que los tejidos se congelen y se rompan.
Humanos en desventaja
Los animales que viven en las zonas polares tienen protección porque están cubiertos de un pelaje que atrapa el aire caliente cerca del cuerpo o porque tienen grandes cantidades de grasa, a veces de varios centímetros de grosor.
La grasa no transfiere muy bien el calor, así que la mantiene dentro del cuerpo.
Los humanos, de piel desnuda y con relativamente poca grasa, simplemente no estamos diseñados para esos ambientes.
Pero hemos aprendido a imitar esas cualidades. Los científicos en las estaciones antárticas, por ejemplo, se visten con varias capas para atrapar el aire caliente cerca del cuerpo, tal como lo hace el pelaje de los animales.
Las temperaturas extremas bajas también pueden crear problemas con algunas de las cosas de las que dependemos los humanos.
El frío intenso puede derribar líneas eléctricas por el peso del hielo, causando cortes de energía y las tuberías sin aislamiento se pueden congelar y explotar.
En cuanto a los autos, el punto de congelamiento de la gasolina es cerca de -76ºC pero el del aceite es -40 ºC.
Y otros lubricantes se pueden poner más espesos a temperaturas no tan bajas. El diesel normalmente queda bloqueado a -10ºC, si no tiene aditivos especiales que le permitan mantenerse viscoso en temperaturas frías.
Lecciones heladas
Hay algunas lecciones de la historia que nos advierten sobre los terribles efectos del frío extremo.
Cuando Hitler invadió Rusia en 1941, en el principio del invierno en el hemisferio norte las temperaturas cayeron a niveles similares a los que se han visto en los últimos inviernos norteamericanos.
Miles de soldados murieron congelados mientras vestían los uniformes del verano para una supuesta campaña corta.
Los motores de camiones y tanques solo podían ser descongelados encendiendo fogatas por debajo de los vehículos.
Las armas no disparaban porque la grasa se había fundido y, al retirarse del fuego, el agua hirviendo se congelaba en poco más de un minuto.
El periodista italiano Curzio Malaparte recordó en su novela Kaputt cómo los veteranos del Frente Oriental que desembarcaban en la entonces ocupada Varsovia llegaban con sus párpados congelados debido al frío extremo.
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