28 de enero de 2015

Dunas, camellos, castillos... la magia del desierto marroquí

ERG CHEBBI, Marruecos-- La silueta negra de nuestra caravana de tres camellos relucía contra las dunas en una escena que parecía sacada del relato de los Tres Reyes Magos y el pesebre.

Mientras Georgie --como bauticé a mi camello-- avanzaba a paso lento por este remoto rincón de Marruecos al borde del desierto de Sahara, me sentía perpleja por nuestro reflejo, pues ya había caído la noche y no había luna.

Al no haber luces artificiales, las estrellas emitían un resplandor lo suficientemente intenso como para generar sombras y yo estaba maravillada por la forma en que el desierto siempre supera todas las expectativas.

Sombras sin luces, palmeras saludables en medio de zonas donde uno juraría no hay ni una gota de agua, formaciones rocosas que resultan ser aldeas fortificadas... todo en un viaje de tres días en camello de Marrakech a las dunas de Erg Chebbi que deparó una sorpresa tras otra.

Después de todo, recorríamos una de las rutas comerciales más antiguas y míticas de Africa: el camino a Timbuktú, repleto de castillos centenarios, oasis y hasta algunos carteles anunciando la presencia de camellos.


DUNAS Y DROMEDARIOS

Si bien le gusta escuchar música pop y discutir la política de inmigración de Estados Unidos en un buen inglés, Said Ahnana, mi conductor y guía de la agencia turística Desert Majesty, se crió en el seno de una familia nómade, arreando camellos por estas mismas dunas.

Le tomó un minuto en un negocio del pueblo armar un turbante a prueba de arena con una tela azul de tres metros (10 pies), llamado shesh, y dejarme lista para iniciar la incursión por las dunas, subida a un camello que me esperaba arrodillado para un paseo al anochecer.

Montada en Georgie, vi cómo desaparecía el asentamiento mientras subíamos 150 metros (500 pies) por las dunas. El último tramo lo hice a pie, hasta toparme con un mar de arena anaranjada y rosada.

De regreso, otro guía que iba descalzo, con una bata azul, nos preguntó lo que pareció algo a lo que había que responder sí o no. Solo entendí la palabra jamal, camello en árabe, y respondí prestamente que sí.

Fue así que una pareja de Londres y yo terminamos montando camello una hora extra en una noche tan silenciosa como resplandeciente hasta nuestro campamento de tiendas al pie de las dunas. Resultó que había elegido recorrer las últimas millas en camello y no en auto.

CAÑONES EN EL DESIERTO


No todos los viajes fueron en camello. Con temperaturas por encima de los 48 grados centígrados (118 Fahrenheit), nos sentimos afortunados de poder contar con camionetas con aire acondicionado durante un trayecto de más de 1.000 kilómetros (620 millas) por escarpados pasos de montaña y cañones rosados tan estrechos que apenas si se podía pasar.

El ascenso al pico Tichka del Alto Atlas, de 2.260 metros (7.414 pies) o el viaje por el Desfiladero de Dades tienen tantas vueltas que probablemente mareen a un encantador de serpientes de Marrakech.

Pero yo estaba tan absorta en el paisaje que ni me daba cuenta. El desierto inacabable dio paso de repente a un río en cuyas orillas había adelfas rosadas en el desfiladero de Dades y a peñascos empinados.

CASTILLOS DE ARENA Y KASBAS

El truco visual más impactante es lo que han conseguido sacarle al desierto las civilizaciones nómades y bereberes a lo largo de los siglos.

Donde sea que hay agua, el viajero encuentra pequeños bosques de palmeras datileras, olivas y granadas. Saliendo del oasis Skoura, Said bajó del auto y recogió triunfalmente una fragante rosa de Damasco. Insólitamente, la zona de Kela'a M'gouna es famosa por sus flores.

Incrustadas en la arena y las rocas hay decenas de aldeas, kasbas y castillos con torres, o ksars, que han atendido a las caravanas por miles de años en los valles de Dades y Draa.

Son construcciones que van desde pequeñas casas cuadradas hasta fuertes enormes, construidos con una mezcla de arcilla y paja prensadas llamada pisé, decoradas con motivos geométricos tallados.

Perfectamente preservados, los castillos de Ait Ben Haddou y Tamnougalt parecen listos para que filmen alguna película. De hecho, la capital cinematográfica de Marruecos, Ourzazate, se encuentra en las inmediaciones.

En sus estrechos pasajes me encontré con ropa colgada al sol para secarse, un burro usado para transporte esperando junto a un jardín y un baño público hammam, manifestaciones todas de la vida antigua.

Comí ensaladas y pinchos de cordero y bebí té de menta en patios frescos de arcilla que en otras épocas dieron refugio a comerciantes y camellos.

Cuando nos fuimos, miré hacia atrás y vi cómo los muros de barro y arcilla y las calles sin pavimentar se fundían con el desierto, desapareciendo de nuestra vista como otro espejismo.

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