"Me dio una patada por detrás y me arrastró por mi ropa hacia mi habitación. Después de cerrar la puerta me dio un puñetazo.
Mientras yacía en el suelo me pateó aún más. Tenía moretones en la cara, los brazos y las piernas. Mi boca y la frente sangraban".
Esta escena de extrema violencia, relatada en un informe de Amnistía Internacional, retrata la vida de miles de empleadas domésticas.
El abuso cotidiano contra estas trabajadoras abunda en las grandes metrópolis del sudeste asiático: Hong Kong, Singapur, Kuala Lumpur, Taipéi… En ellas confluyen millones de mujeres de los países más pobres de la región, presas en una compleja red de tráfico laboral que prospera a la vista de los gobiernos.
Pero el negocio conviene demasiado a los presupuestos de las naciones emisoras y receptoras de esta emigración. Las frecuentes violaciones pasan, entonces, como casos excepcionales.
Historias de crueldad
Días atrás un tribunal de Hong Kong declaró culpable a una mujer de esa ciudad por abusar de su sirvienta, la indonesia Erwiana Sulistyaningsih. Durante varios meses la hongkonesa martirizó a la empleada y se negó a pagarle por sus servicios, hasta que esta huyó a su país natal. A pesar de las amenazas de su empleadora, quien aseguró que mataría la familia de Sulistyaningsih si se atrevía a denunciarla, esta última presentó el caso ante la justicia.
Aunque el proceso ha recibido una cobertura de prensa extraordinaria, la odisea sufrida por Sulistyaningsih dista de ser una excepción. Una pareja de la antigua colonia británica fue condenada en 2013 por torturar a una criada indonesia durante dos años. El matrimonio llegó a azotar a la joven Kartika Puspitasari con una cadena de bicicleta. En otro caso horrendo, el empleador de Sutinah Samian fue condenado a 22 meses de prisión por quemar su cuello con una plancha.
En una investigación realizada por Amnistía Internacional entre las empleadas domésticas inmigrantes en Hong Kong, dos tercios de las mujeres encuestadas aseguró haber sido víctima de abuso psicológico o físico. Esos atropellos incluyen restricciones a los desplazamientos fuera del hogar de trabajo, excesivas horas de labor, falta de alimentos y violaciones sexuales.
En la megalópolis china trabajan más de 300.000 empleadas domésticas, la mayoría proveniente de Filipinas e Indonesia. Expertos consideran que las primeras enfrentan menos dificultades porque suelen conocer el idioma inglés. El desconocimiento de esa lengua dificulta el acceso a información legal para protegerse de los empleadores abusivos y las agencias que explotan la ignorancia de las inmigrantes.
¿Quiénes ganan con el tráfico de domésticas?
El presidente de Indonesia, Joko Widodo, anunció el mes pasado que su país dejará de exportar empleadas para hogares extranjeros para “conservar la dignidad del país”. El gobernante aseguró que se ofrecerá formación vocacional a quienes deseen emigrar. De esa manera podrán ser contratados en puestos de mayor nivel.
Widodo sabe que la economía indonesia no puede prescindir de las remesas de los cientos de miles de emigrantes que cada año buscan suerte allende los mares. En 2012 esas transferencias superaron los 7.200 millones de dólares, lo cual colocó a Indonesia en el tercer lugar entre las naciones del sudeste asiático.
Sin embargo, el gobierno de Yakarta insiste en colocar la gestión del entrenamiento de las empleadas en manos de agencias privadas. Las empresas que contratan y luego colocan a las mujeres son el centro de un mecanismo de extorsión que genera enormes ganancias.
Las empleadas inician su vida en el extranjero cargadas con deudas por la formación recibida y los trámites. En general tardan entre seis meses y un año para pagar esas obligaciones. Las agencias aprovechan la poca instrucción de las futuras domésticas para hacerlas firmar compromisos draconianos, que las fuerzan a soportar los abusos por temor a perder el empleo y no poder enviar dinero a sus familias.
En la cúspide de este comercio de mano de obra casi esclava, las autoridades Hong Kong también aprovechan sus ventajas. La presencia de criadas estimula el acceso al empleo entre las hongkonesas. El hecho de que, en familias de clase media, el padre y la madre puedan trabajar, genera más de 13.000 millones de dólares adicionales cada año para la economía de la urbe china.
A pesar de las reclamaciones de grupos de derechos humanos y las denuncias de algunas empleadas, las condiciones de cientos de miles de trabajadoras domésticas seguramente no cambiarán de la noche a la mañana. La abrumadora mayoría de los abusos no se denuncian. El temor a perder el único sustento, nacido de la pobreza, persuade a muchas de mantener el silencio.
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